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Tribilín y los zombies



Se ven como que son una familia decente, le comenté a AnaP.


Esperábamos nuestro vuelo de regreso a Tejas en el aeropuerto internacional ‘Licenciado Gustavo Diaz Ordaz’ de Puerto Vallarta, y un buen porcentaje de los turistas que circulaban por las salas tenían llamativos tatuajes de águilas, tigres y uno que otro t-rex, reflejando en su pierna, antebrazo o baja espalda su ‘verdadero yo’, su ‘bestia interna’, esa que todos tenemos encerrada y que se refleja mejor quemándose la piel con un dibujo. Caminaban escurriendo agua a cada paso en chanclas bañeras, y vestían playera sin mangas con la caricatura de un boracho (un ‘r’) recargado en una nopalera que demostraba de manera fehaciente el que la habían pasado bomba en México. Una mujer de plano seguía en bikini como si el vuelo de regreso la fuera a dejar bajo la palapa en Playa Los Muertos en vez de estacionarse en la sala de arribo número 34A del ‘George H Bush’ en la petrolera ciudad de Houston.


Me quedé pensando en que si yo fuera un presidente muerto, preferiría el que nombraran un aeropuerto playero con mi nombre, en vez de que fuera en una ciudad repleta de tanques de petróleo estacionarios, quemadores de gas y abogados al borde de un ataque de demandas. A pesar del ‘detallito’ de lo de Tlatelolco, Diaz Ordaz se quedó en, como dicen, los anales de la historia y a pesar de la matanza, Elenita y el ‘no se olvida’, ni quién organice un plebiscito para cambiarle el nombre al mentado aeropuerto. Lo bueno es que dicho presidente, también conocido como ‘el Tribilín’, fue un mero licenciado en derecho de la BUAP y no fue un académico muy estudiado así que no te anuncian el arribo al “Aeropuerto Internacional Doctor en Filología y Letras Hispanas con énfasis en la Generación del 98 quien defendió su tesis acerca de la influencia de Miguel de Unamuno en la poesía de Federico García Lorca - Gustavo Diaz Ordaz” y no tienes que llenar el borlote completo en el formato de migración que te reparten cinco minutos antes de iniciar el descenso.


Llevamos tiempo de casados así que repetí mi observación. Se ven como una familia decente, volví a decir.


La familia decente de la sala de espera estaban vestidos como cuando acá se visten los domingos para ir a misa, el ‘Sunday best’ americano: papá y dos niños de como tres y cinco años con shorts khaki bien planchados, camisa de botones y cuello, y huaraches de los de correa; mamá y la hija de como de siete años, con vestidos floreados, peinadas de trenzas y usando zapatos de verdad, no chanclas de las que mitad de la suela se queda pegada al piso al caminar. No llevaban tatuajes visibles de águilas ni unicornios ni minotauros reflejando su verdadero ‘animal interno’, no portaban sombreros ‘charros’ ni había maracas saliendo de sus maletas. Los hijos, sin pantalla de por medio, abrieron unos Kinder Sorpresa, y la mamá, en un esfuerzo materno por limitarles el azúcar antes del vuelo, tiró la cubierta de chocolate a la basura de los reciclables para que los hijos pudieran jugar con el pedazo de plástico que estará eternamente sobre esta tierra pero garantizando al menos, el que sus críos estuvieran apaciguados hasta al aterrizaje.


La esperanza en el futuro de la humanidad recae en esa familia, pensé con lágrimas en los ojos y así se lo dije a AnaP quien me vio con cara de que andaba yo otra vez desvariando y juzgando sin conocer, y sin voltear a verlos nomás me dijo, de seguro son anti-vaxxers, destruyendo así cualquier ilusión de que en un futuro no muy lejano todos estaremos manejando Teslas en silencio, y de que podremos salir a la calle sin necesidad de preocuparnos de que si el morón de al lado haya decidido no vacunarse, no vaya a ser que se le increpe su bestia interna y se convierta en uno de esos zombies caníbales sin sueños de vivir en la playa.



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