Se mecen en el mar, miden olas. Todas las tardes apenas pueden, allí están, el agua al cuello. ‘Matando la tarde’ dicen, ‘dejando que llegue la noche’. Cuando cae el sol y llega el fresco se salen, sacuden cabeza, cola, se secan. ‘A ver qué nos trae la obscuridad’, susurran. De antemano saben la respuesta: nada. Con suerte solo pesadillas. Algunos se quedan husmeando en la playa rescatando migajas, sal. Piensan, sin esperanza, ‘a ver si de mera casualidad… a ver si de mera casualidad’. Buscan debajo de escombros, fierros, cuerpos. Otros, los que conocen la futilidad de aquella búsqueda, solo caminan, se olfatean, se saludan. ‘Otro día perdido’ dicen, ‘igual que ayer, igual que mañana’. Lo saben.
No hay días, no hay semanas. Nomás transcurren años.
‘Solo queremos una oportunidad’ canta uno. Sus dos patas traseras cuelgan cual estambres, víctimas de un zarpazo, recordatorio de que no son dueños ni de sus cuerpos ni de sus esperanzas. Lo dice sin enojo, pero sin ilusión también. Un chance. Para tocar el cello, ser fotógrafo, robar corazones, convertirse en capitán de su propia lancha pesquera, salir a altamar. Tener sueños.
Tener una vida, pues.
En un mero instante la alegría de los ratoncitos cambian a ojitos inundados de pánico. Rondan gatos. Estén donde estén, se percibe la presencia de los felinos, gatos con botas, enormes bolas de pelos, de garras, de furia, de odio. Circulan implacables, esperan el más mínimo traspié de los ratones para destrozarlos, paseárselos en la boca. Atacan sin remordimiento, sin advertencia. ‘Tenemos que’ maullan, ‘para que no nos hagan lo mismo’. Se relamen los bigotes, ronronean. Dueños.
Los ratoncitos jóvenes son quienes más sufren el tedio, la represión, la desesperación de saberse prisioneros sin crimen, sin juicio. Ayer estaban en el mar saltando olas. Hoy empujan límites, tientan a los lindos mininos, al carcelero.
Mañana… mañana será igual, solo estarán más viejos, más cansados, más tristes, más enojados, más muertos.
Y seguirán encerrados en la ratonera.
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