Soy de fácil amargo, peor a últimas fechas. El vecino de enfrente les enseña a sus hijos -digamos diez años uno, ocho el otro- los pormenores sobre cómo utilizar el aparato para cavar boquetes en la tierra para luego palear, plantar arbolitos. El aparato tendrá nombre, igual que los arbolitos que plantan, mi vecino sabrá. Ayer, mientras pasé la tarde observando a un gato atrapar y devorar una lagartija, él salió con sus hijos a bicicletear en perfecta filita india. Acuérdense de mantener su distancia con los demás, les recordó en un tono de voz de paz absoluta, ese tono que, estoy seguro, conducirá al entendimiento entre bestia y humano. Hace dos días, mientras esperaba a que Chorizo olfateara cada maldito centímetro de pasto afuera de la casa, llegó tendido en su patineta perseguido por sus dos hijos, igual en patinetas, todos con cascos, coderas y sonrisas. Muévanse así, les sugería, véanme. Surfeador isleño, pensé. Recuerdo mi intento con la patineta. Me sobo todo, ego incluido. Más tarde, supongo dejó a sus hijos haciendo manualidades dentro de su casa, construyendo un reloj atómico, una cámara hiperbárica, escribiendo dos novelas -una con cada mano-, salió a podar el pasto. Perfectamente peinado, raya al lado, casquete corto, gel, afeitado cual Don italiano. Si me da la fuerza, chance hoy me afeite. Mi pelo, no veo para cuándo. Me ve, me saluda sonriente, siempre amable mientras poda, recoge hojas, nivela los escalones de su casa, pinta el barandal, avienta frisbee, pelota de beis, endereza árboles. Me cae muy bien, lo que no entiendo es porque vive enfrente, no a tres cuadras, donde sería una anécdota, no un comparativo. Entro a mi casa. Mis tres juegan Fifa, tan alejados como yo de saber cómo utilizar los más rudimentarios utensilios inventados por el homo-sapiens durante la Edad de piedra.
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