Cuál niño mimado, detestaba los martes en la tarde, día de las clases de piano. La señora Curwood, nuestra maestra, una holandesa emigrada a Cuernavaca y quien durante años celebró cumplir sesenta y cuatro años, hacía el trayecto diario al DF vía Estrella Blanca para impartir la clase. Caminaba de casa de mis primos, cargando su bolsa de cuero, negra y desgastada, donde guardaba sweaters, paraguas, maquillaje y sus lápices para marcar nuestros cuadernos de trabajo, mismos que antes de usar, lamía su punta de plomo. No sé. Chance aminoraba el suplicio de tenerme como alumno. Se sentaba en una silla de las blancas de rattan que mi mamá colocaba a un lado del banco del piano, o compartía con nosotros la banca. Era imposible el evitar la invasión de olores de la señora Curwood a nuestra sala: sus polvos faciales, los complicados aromas húmedos que expiraban sus sweaters al ser sacados de aquella bolsa; o el olor de sus resoplidos de mujer cansada, de mujer que llevaba cumpliendo mucho tiempo los mismos sesenta y cuatro años.
Aunque llevábamos un orden acerca de quién entraba primero, mis hermanas y yo teníamos distintas razones para ver quien tomaba la primera clase, ellas para tomarla, yo para evitarla. En aquella primera clase pescábamos a la señora Curwood de mejor humor, pero con eso de que nací para procrastinar, prefería esperarme a ser el último, arriesgándome a recibir a una maestra cansada y frustrada quien me apachurraba el índice de mi mano izquierda para marcar algún fa sostenido, de esos de los que yo desconocía su existencia. La ventaja de ser el último radicaba en los horarios de los autobuses a Cuernavaca. Era común el que faltando unos minutos para que terminará la clase, ella dijera, ‘bueno, esta clase la vamos a tener que cortar un poco antes porque ya me tengo que ir’. Igual, cuando en invierno obscurecía más temprano, mi mamá interrumpía la clase, entraba a la sala a encender la lámpara que estaba en la mesa a un lado del piano, ofreciéndole un té y unas galletas intentando desviar el mal humor que mi flojera e ineptitud musical le provocaba a la señora Curwood. Era en esas ocasiones que redituaban los muy Shakespearianos pleitos para ‘ser o no ser’ el primero en tomar la clase. Mis hermanas no sufrían porque les gustaba tocar, practicaban durante la semana, pero yo al piano solo me acercaba aquellos martes en la tarde. Me convertí en un un completo analfabeta de las notas musicales, y cualquier desviación del ‘do central’ provocaba el que se me nublara la vista, se me entrecortara el entendimiento.
‘Estrellita’ fue, durante mis siete años como alumno de piano, mi ‘pièce de résistance’, mi recoveco musical, mi protección y amparo. Fue con ‘Estrellita’ versión piano para niño inepto de diez años, con la que sufrí cuando nos tocó ir a dar un recital a casa de la señora Curwood a su casa a Cuernavaca. Aquella tarde de alguna manera encause mis nervios e interpreté ‘Estrellita’ tocándola completo, con la supervisión cansada de la señora Curwood.
Por eso me acerque con mucho temor al violín. Cuando Nico estaba en el kinder, decidimos qué debería empezar a tomar las clases de violín que ofrecía la escuela. “Es el sistema Susuki” nos susurró la maestra en el mismo tono que habrá usado La Corregidora para unirse a la lucha por la Independencia de México, “eso quiere decir que uno de los papás debe de empezar a tomar lecciones de violín junto con su hijo”. Con un llano, te toca, AnaP decidió saltarse esta etapa tan educativa de la maternidad, dejándome a mi con el horrible proyecto de sacarle música a las cuatro cuerdas del violín.
Regresé a tocar ‘Estrellita’.
Durante horas practiqué ‘Estrellita' en el violín para el primer concierto que daríamos en el patio de la escuela. La memoria de mi recital de piano en Cuernavaca congelaba mi cerebro. Igual que en aquel recital de piano, sudé en frio en nuestro magno concierto al ver a los otros papás de la escuela sentados en las gradas a la expectativa de que cinco o seis de nosotros, a un lado de nuestros hijos de cuatro o cinco años, les obsequiáramos una rendición inolvidable de 'Estrellita'. Como si fuera cinta magnética pasada por los rayos x del aeropuerto, mi memoria de aquel concierto se borró, solo me quedó mi camisa ensopada con sudor como única evidencia de aquel evento.
Tocamos, Nico y yo, no más de un año y fracción juntos. Habrán sido tres o cuatro conciertos. Íbamos un par de veces por semana a practicar a la escuela bajo la batuta de la maestra Yolanda, quien se maravillaba de nuestro ‘oido musical’. Nico, por supuesto, quería avanzar, y me lanzaba ojos de ‘Pa la estas tocando mal' cada vez que me salía de las cuatro notas de ‘Estrellita’. Envalentonado con la vergüenza de tener que arrastrarme me dijo una mañana, ‘Pa, si quieres, mejor yo ya toco solo'. Y así fue. Nico me dejó imaginando las variantes de ‘Estrellita’ y se dedicó a ir a clases él solo, independiente de lo que dijera el señor Susuki y su método de enseñanza conjunta para padres e hijos. Para cuando nos mudamos acá, Nico ya era todo un experto en conciertos de violín. Se integró sin problemas a la orquesta de la primaria, y para cuando pasó a la secundaria, tocaba como segundo o tercer violín de la orquesta del colegio. Tocó hasta que un día nos avisó que no le gustaba el sonido del violín, y que quería dejar las clases.
De la noche a la mañana, se acabó el violín y llegó el silencio a la casa.
No soy doctor y nunca los he visto, pero asumo que dentro de mi barriga tengo, entre otros órganos, un intestino grueso y uno delgado. Así, Nico la música la trae adentro. Un día descubrió el teclado electrónico que teníamos abandonado, y solito empezó a sacar piezas. Una tras otra. Sentado frente al teclado, y empezando con notas dispersas, terminaba tocando pequeñas piezas completas. Alguien nos sugirió el que lo llevásemos a una audición con una maestra, y nos recomendaron con una quien tiene su estudio como a cinco cuadras de la casa.
Cuando lo lleve a la audición para ser aceptado como alumno, comenzó muy tímido hasta que le dije que presumiera, que demostrara lo que había aprendido a tocar él solo. No sé que tanto influyó el que AnaP jugara tenis con ella, pero al escucharlo, la Miss Wilcox lo aceptó como alumno con la condición de que le consiguiéramos un piano de verdad.
Los pianos de verdad no son baratos, descubrimos.
Pero cupo muy bien en nuestro cuarto de la tele.
Cada jueves, algunas veces caminando, otras en coche, con las páginas de las piezas en mano, Nico ha ido feliz a su clase con la Miss Wilcox desde hace ya mucho años. Regresa a la casa cuando ya está obscuro afuera, con la melodía de la pieza zumbándole en la cabeza, y se sienta a seguir practicando. Apenas nos saluda cuando llega porque le urge sentarse en el piano a tocar. Pa, me pregunta, ¿te gusta?, y practica su pieza, y la vuelve a tocar hasta que toca una versión que a él le parece aceptable. Se sienta en el piano durante horas, a veces inventando su propia música, otras sacando las piezas que le han gustado durante la semana. Ahorita, mientras escribo esto, como lo ha hecho desde que llegó el piano a la casa, su música llena la casa. Son horas sentado en el piano, horas en que la música pasa por encima de los ronquidos de Chorizo, de los trastes, horas en las que con su música invade cada guequito. Se sienta y toca y toca. Se pierde y nos transporta con Chopin o con Chris Martin o Jason Isbell o Liszt, sin (demasiados) prejuicios musicales, sin dificultades brincando entre género y género.
Regresa de clases y toca otra rato. Salta entre piezas sin detenerse. Con lo inútil de mi oido, se me complica el saber cuándo empieza una, cuando acaba la otra. Me queda claro que su repertorio es digno para encontrar chamba en cualquier Hilton con piano-bar.
Hoy jueves se llevó el Mazda al recital trimestral de los alumnos de Miss Wilcox. Se encontró con su grupo de tres cuates quienes llevan tocando con Miss Wilcox, igual que él, ya muchos años. Ben toca canciones roqueras para acompañar su luk’ grunge de Seattle; Daniel toca con con una facilidad que espanta, desde Rachmaninoff hasta Dark Side of The Moon completo. —Y de memoria— me presume Nico. Se fue a su recital desde las cinco de la tarde, ya son casi las diez de la noche y no ha regresado. No que nos preocupe. Debe seguir allá, me dice AnaP antes de que lo confirme con un telefonazo. Estamos acá, platicando con la Miss Wilcox, le contesta.
Habla poco, mi segundo hijo. En términos de palabras, es un hombre callado. Se comunica más con la música que toca, con las piezas con las que invade, rellena y hace nuestra casa, que con palabras que parece luego le estorban.
Hoy ya es viernes. Llegaron Nico y Gusano a comer a la casa. AnaP les compró unos subs de un sitio de subway-sandwiches que les gusta. Gusano come rápido y se sube a su cuarto a sus menesteres, Nico se queda con nosotros, y solo cuando le insistimos nos platica y nos hace una reseña de lo que chacotearon anoche, nos enseña una foto que se tomaron con Miss Wilcox. Están los cinco alumnos del último año, los que a partir de agosto se van a la universidad, los que a partir de ya, se despiden de su maestra.
Ayer tuvieron su último jueves de recital con Miss Wilcox.
Mientras espera a que baje su hermano, se sienta otro rato a tocar una pieza de Robert Schumann, es la de esta semana.
La casa vibra con el sonido de piano. Termina con Schumann, se salta a Coldplay, a Willie Nelson. De repente los dos gritan, ‘ya nos vamos’ y cuándo se cierra la puerta roja de la entrada caigo en cuenta del silencio en la casa. A menos de que me aplique tocando ‘Estrellita’, es a este silencio al que me tendré que acoplar cuando se vaya Nico en agosto a la universidad. Al silencio, no quiero acostumbrarme. Adoro su piano.
Commenti