Donde se acaba nuestra calle, justo antes del parque y los campos de beis, hay una casa que se está derrumbando.
En la fachada hay un aparato de aire acondicionado, de esos mini-splits externos, colgado del marco de una ventana cuyas molduras son de madera y están en un estado irreversible de descomposición. Como soporte adicional, el oxidado mini-split del aire está atado y sujetado con una reata que cuelga de una rama de un árbol que tiene la mitad de sus ramas muertas, sin hojas, ni esperanza de que algún día regresen. El camino para estacionar los coches es un pedregal cubierto de maleza. Nunca he visto un coche estacionado, como tampoco lo he visto en el espacio techado al fondo de la casa. Allá atrás solo hay cajas de madera pudriéndose, barriles de cerveza de los que se usan para fiestas, mesas y sillas de plástico, colchones, una carretilla y unas palas. Desde la calle no se logra distinguir, pero supongo que ese espacio está invadido con telarañas, avisperos y nidos de hormigas rojas, de esas que muerden y van dejando ronchas. El techo de la casa está cubierto por hojas secas, madrigueras abandonadas y ramas caídas, tiradas por los vendavales que luego soplan por acá. Los pocos pastizales del jardín de enfrente olean secos con cada coche que pasa.
En mis caminatas luego me topo con el viejo que vive en aquella casa. Pelón, enjuto, piel chupada. Desde la calle se percibe su sudor a viejo abandonado. Sus cachetes blancos y arrugados están sembrados con barbas que crecen desanimadas, alejadas unas de otras, de esos pelos solitarios que salen cuando los hombres de cierta edad decidimos dejar de rasurarnos.
Camina erguido, bien derechito.
Solo lo he visto en las tardes, cuando baja la temperatura. Sus shorts, rojos deslavados, le cubren más allá de la rodilla, y su camiseta, sin cuello, le cuelga dejando sus brazos, secos, moretoneados y venosos, al descubierto. No parece ser, como uno imaginaría viendo aquella casa, un viejo carcomido y amargado: las pocas veces que lo veo, me levanta la mano, saluda, sonríe. No hay quien entre y salga de aquella casa. No, miento, quizá una vez vi a su hija. Quizá, algún día festivo, dejándole comida, dejándole algo. Ella se despedía de lejos, desde su coche, con cierta melancolía, con cierta desesperación.
Pero los de la calle le rehuimos al viejo.
Temprano todas las mañanas, sale de su casa y cuelga una andrajosa bandera confederada en una pequeña asta bandera pegada a una de las dos columnas en el porche, a un lado de una mecedora metálica de respaldo oxidado y cojín mohoso. La bandera confederada fue el estandarte usado hace ciento cincuenta años durante la Guerra Civil de acá, por hombres quienes defendieron el poder esclavizar a otros hombres. Colores que definen el odio y el desprecio.
Pararse detrás de esa bandera es mostrar una alma racista, desalmada. Necia.
Por eso, cuando levanta la mano y sonríe para saludarme, camino como si no lo hubiera visto, sin saludarlo de regreso. Chance hago mal, chance mejor sería detenerme, intentar entablar una conversación con el viejo, hacerlo ver lo nefasto de esa bandera.
Pero dudo que hablar con él funcionaría. Por eso mejor nomás me sigo de frente y me fijo en las arañas que viven entre los magueyes que están en la mera esquina de la calle donde vivo. Caso perdido, pienso.
El otro día, conversando con los compañeros de la prepa, uno de ellos, un apasionado defensor de sus creencias religiosas, texteo en que estaría dispuesto a usar “su espiritualidad para oponerse a los ‘llamados derechos humanos’”.
Pensé responder de bote pronto. Escribirle acerca de lo peligroso, egoísta, estúpido de ese argumento, preguntarle cuál de los derechos humanos estaría dispuesto a quitarle a digamos, sus hijos, su esposa, su familia, al desconocido que vive a tres cuadras de él.
Pero no lo hice.
Tampoco argumento con una amiga quien insiste en no vacunarse, colgada de razones que no lo son, palabras sin pies ni cabeza.
Montados en un burro del que no pretenden bajarse pues. Claro, luego me pregunto cómo se llamará mi burro.
Supongo habrá asuntos en los cuales cabalgo montado en mi propia necia, y que ya estoy como aquel viejo testarudo, el vecino el que saca su bandera confederada todas las mañanas y que prefiere dejar de respirar creyendo que se puede defender lo indefendible a admitir que pudiera estar equivocado.
En unos años, el viejo ya no va a estar, y, como lo han estado haciendo con las casas obsoletas de la colonia, la arrasaran. Tardarán máximo una mañana con una bulldozer en convertirla en palos, y otra mañana para cargar los deshechos en un camión, llevárselo todo a la basura. El metal con todo y el mini-split lo reciclarán, las plantas muertas se tiraran envueltas en ese pedazo de tela que, junto con todo, se pudrirá. Venderán el terreno, construirán una casa nueva. El viejo con todo y su bandera confederada serán una anécdota más de la colonia. No, me equivoco, no será ni siquiera una anécdota, será, si acaso, una oración. Allí vivía un viejo, dirán, izaba todas las mañanas su bandera racista defendiendo su derecho a querer ser ciego.
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