Los kiwis que compro para desayunar vienen dentro de una cajita de plástico que trae entre ocho y diez kiwis. Depende. Lo primero que hago apenas llego del súper es colocarlos en una charola de vidrio soplado, junto a manzanas, naranjas, y cuando están en época, toronjas. Los kiwis los descubrí ya de adulto, supongo como muchos de mi edad en este hemisferio. Me parecen un complemento ácido y rico que rompe con el monopolio matutino de fresas y zarzamoras.
La cosa es que a comparación de, digamos las fresas que cuando se pudren las invade un moho blanco o se ponen negras y suaves, o las naranjas que se cubren con un moho verdoso, y ni que decir de los plátanos, los kiwis se pudren por dentro, sin dejar marcas externas. Ni siquiera implosionan cuando su interior se pone guango e incomible. Mantienen forma, y la cascara, esa dermis rugosa, peluda y beige, no cambia de color ni es invadida por hongos. A lo mucho, encuentras una estría o dos, no más.
Solo descubro que la fruta está podrida cuando la intento pelar y se colapsa dentro la palma de mi mano como si estuviera exprimiendo una esponja de esas suaves, como las que usábamos para bañar a mis hijos cuando eran chiquitos y cabían los tres en la tina de su baño y pasaban horas chapuceando, viendo como se inflaban unos micro dinosaurios de hule espuma que venían dentro de un envase que se disolvía con el agua , mientras AnaP, sentada en un banquito azul de plástico, les leía de unos libros protegidos con plástico, con los que había que distraer a Miki cuando le lavábamos la cabeza porque odiaba el champú.
Luego soy ese kiwi que lleva tiempo en el frutero de vidrio, ese que está a un lado de la alacena.
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