Seamos honestos: nos repatea porque percibimos que tiene una inteligencia animal mayor a la nuestra, protegido con ese ‘je ne seis quois’ que no se consigue en cenas Navideñas de TVAzteca.
Vamos, podría yo descubrir la cura milagrosa (aguántele sus horas viendo una mañanera completa sin desear lanzar un zapatazo a la pantalla, y ¡Paf!, ¡virus eliminado!) o regresar a México portando el penacho de Moctezuma -ese que por antojo de la doña se volvió tema en plena pandemia- que no conseguiría ni un par de votos en elecciones familiares donde fuera yo candidato único para limpiar la tierrita de Rosita.
El hombre en cambio, con tan solo sugerir que ciertas palabras no deberían de pertenecer a nuestro lingo diario por considerarlas vocablo neoliberal, es capaz de enviar hordas de intelectuales enardecidos, o militares capacitados, corriendo de casa en casa borrando las entradas en los diccionarios Larrousse Ilustrado que fueran encontrando, tachando del Wikipedia aquellas palabras ofensivas a los oídos castos de nuestro Huey Mesiánico por no leerse en El Quijote o en desuso por el pueblo sabio en su diario quehacer.
Podemos escribir hasta que nuestras laptops nos supliquen el detenernos, la tecla ‘b’ gritándonos -a nombre de sus compañeras- ‘basta’ de derramar palabras que caen a sana distancia de oídos sordos, pero nosotros, enojados, ardidos, relegados, o lo que sea que nos estemos sintiendo por ser bautizados con adjetivos que sabemos que no nos merecemos ni nos describen, seguiremos batallando en columnas, Tweets y blogs, que leemos entre nosotros, porque sabemos que están bañando al pueblo con estiércol, de que no hay planes ni proyectos ni ideas que valgan la pena, que no nos hundan más, y que solo recibimos palabras alimentadas mediante una sonrisita sardónica y triunfal de alguien quien se cree más sagaz que nosotros.
Como diría el de acá, ‘sad’.
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