Siempre era bueno tener al amigo con la pantalla gigante, más cuando durante años mis papás se rehusaron invertir en una tele de colores. Se ve lo mismo, decían. La tele en la casa era considerada como un intruso, así que las imágenes de programación nacional que llegaban a la Hitachi estacionada en el cuarto debajo de las escaleras eran en blanco y negro, desprovistas de cualquier nitidez. En aquel cuarto no había sillones cómodos, y para ver la tele bajábamos las sillas del comedor que eran duras, pero incómodas. Mis papás tenían un sano temor hacía los alcances del Tío Gamboín, supongo por como se veía el color gris/blanco/gris de su piel en nuestra pantalla. Años más tarde me enteré que el saco que usaba el Tío era rojo.
Donde el Buca la cosa era distinta. En el cuarto o quinto piso de su casa -era una casa con multiples entrepisos unida por una escalera interminable- tenían un cuarto adecuado para disfrutar el mundo digital. Sillones, bean bags, cojines, cobijas, cortinas obscuras, y una pantalla enorme que bajaba del plafón donde se proyectaban imágenes multicolores de Cablevisión, y de un reproductor de discos digitales en la que nos devorábamos, una y otra vez, la escena de la regadera en esa joya del cine norteamericano que es Porky’s.
Allí nos juntábamos los del Edron para ver los Super Bowls y donde me di cuenta lo villamelón de mi afición a la NFL. Empecé yéndole a los Vikingos por el casco con el cuerno. Luego Carolina y yo vimos la serie de Flipper, y consideré una traición no irle a los Delfines. Ya en la universidad cambie a los Osos, porque allí jugaba ‘El Refrigerador’ Perry; era cómo no encariñarse con el Zacatepec del ‘Harapos’ Morales. Cuando regresé al DF admití que lo único que me interesaba era ver perder a los Vaqueros, que a la fecha es mi única constante.
Fue en el Edron cuando comenzó mi relación bipolar con los gringos, rechazábamos todo lo que tenía que ver con la decadente cultura norteamericana, pero contando los días para ver el Super Tazón. En el Edron era importante no solo quejarse de los gringos y de sus gringadas, sino también odiarlos, desprecio que concluía en nuestros posters mentales de Lynda Carter, la Wonder Woman. Así, después de discutir el último episodio de Magnum, o de admirar a la Farrah, lo propio era quejarse de que cómo las gringadas carcomían nuestra cultura, nuestra herencia hispanoamericana. Echarles tierra era, desde entonces, un deporte nacional, pero en el Edron -asilo de refugiados chilenos a quienes los gringos les robaron hasta el 11 de septiembre; de ingleses quienes permanecían resentidos ante la impertinencia de que en el siglo dieciocho les hubieran robado territorio del reino; y de uno que otro mexicano- sentíamos que el arte de echarle a los gringos era nuestro derecho, nuestra obligación.
Nuestra superioridad como sociedad (mexicana/chilena/inglesa) era evidente: nosotros no estábamos en decadencia (como mexicanos era obvio que aun estábamos a cuarenta años de tocar fondo), pero los gringos sí que descendían al abismo. El uso de drogas recreativas para nosotros era, bueno, recreativo, para ellos, un símbolo más de la indiscutible corrupción moral e intelectual de su sociedad. La discusión era no si estaban en declive, sino cuándo habían comenzado, que tan pronto acabarían como los Romanos.
No había mal que no trazara sus raíces al imperio de nuestro vecino del norte. Ni siquiera se cuestionaba esa palabra para definirlos: imperio. Desde las interferencias más evidentes, léase Salvador Allende, hasta las más inconsecuentes, todo era culpa de los gringos, de los malditos gringos, pisando nuestra autonomía, machacando nuestro modus vivendi, aplastando nuestra libertad. De esto nos quejábamos airadamente mientras pedíamos otra Coca-Cola para acompañar la hamburguesa intentando que no se goteara la catsup en nuestros Levis antes de entrar a ver ¿Y dónde está el piloto? al cine.
Por más de que interfirieran en nuestra vida, siempre había respeto ante la democracia con la que se regían los malditos gringos. Ellos usaban el dedo índice era para indicar que los Dodgers o los Lakers eran el equipo número uno, no para designar al siguiente presidente como sucedía en nuestra democracia. La Casa Blanca era habitada por el hombre que podía hacer y deshacer los destinos de los habitantes que vivían al sur del Rio Bravo, pero no había ni la más mínima duda de que no podía ser re electro más de una vez, que respetaría la Constitución. Serán imperio, decíamos, pero en Estados Unidos tienen su democracia, admitiendo que nuestros países eran subyugados mediante dictaduras perfectas o militares. «Hasta eligen a su comisario de bomberos» suspirábamos con una mezcla entre admiración y la pregunta de qué a quien demonios le importa quién es el mentado comisario de bomberos. Los gringos exportaban su bipolaridad sin dificultades, Rambo por acá, Woody Allen por allá, sin que nos diéramos cuenta de la bifurcación mental qué sufrían. Pero los gringos sí podían vivir con esas dualidades casi sin darse cuenta de su existencia: exportar e imponer dictadores en América Latina para exprimir sus recursos, mientras que sus ciudadanos vivían en un suburbio sacado de un episodio del show de Cosby, gozando el privilegio de vivir en lo pavimentado por quienes plasmaron la idea de ‘América’ -con tal de que el pantone de su piel fuera lo suficientemente claro.
Mientras estuve en la universidad mis papás compraron una tele a colores, aunque pasaron años para que contrataran Cable. Ahora, durante la pandemia, consiguieron Netflix, la ven en una pantalla plana que mis hermanas les consiguieron, aunque algo pasó con su SKY que ahora solo ven Netflix. Recomiendan la de The Queens Gambit con conocimiento de causa. Su aversión hacia el Tío Gamboín y su saco rojo, olvidada.
Ahora la democracia acá está tambaleándose, exacerbada por las diferencias tan disparadas entre los ciudadanos, alimentada por la redes, y un caudillo al mas fiel estilo latinoamericano que atiza escribiendo Tweeets racistas, repugnantes, incongruentes y plagados de mentiras, sentado desde su escusado. Y nosotros leemos sus Tweets, manos cruzadas, el Mein Gott en el corazón.
Eso sí, elegimos al comisario de bomberos.
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