En general, tener que podar el bambú -el que sirve como división entre casa de Amy la vecina, y la nuestra- cada dos semanas, desde marzo hasta noviembre, es una monserga.
Para podar, hay que balancearse en la escalera, sufrirle al rayo de sol, y con una moto sierra que no alcanza el ancho completo de la planta, estirarse y hacer malabares con la máquina podadora cuyas instrucciones de manera puntual subrayan ‘no estirarse ni balancearse’. Cuando termino de un lado, el otro ya despuntó lo suficiente como para tener que volver a empezar. Es el maldito cuento de nunca acabar. Cómo el bambú está a la entrada de la casa, si no los podo, la casa se ve terrible, tipo el pelo de Boris Johnson, pero en planta. Vamos, tampoco es que yo sea, "el peinado”: mi relación con el cepillo y peine es bastante desprendida y distante, así que mi pelo siempre anda como quiere. Claro que también hay que puntualizar que la mayor parte de mi existencia transcurre dentro de estas cuatro paredes así que nadie sufre mi look, excepto la siempre abnegada AnaP.
La cosa es que el bambú, como muchas de las plantas que tenemos en la casa, sufrió la inclemencia de los cuatro días importados directo desde Siberia que tuvimos acá en Tejas en febrero. Excepto los tallos que están verdes, las hojas todas están color paja, y las puntas, las que crecen y podo y podo y crecen, ahora no han crecido.
La gran duda que tenemos es si cortarlos de gajo o no. Como resulta que ahora todo mundo es un experto en bambú, recibimos todo tipo de opiniones. Mi cuñado insiste que el bambú, como dios en Oaxaca, nunca muere. Amy, con quien compartimos nuestra barda de bambú, los dio por muertos desde el tercer día, sin posibilidad de resurrección. Nuestra barda de bambú convertida en cuestión teológica, supongo.
Si el Papa Francisco quiere llamar un Concilio para llegar a un acuerdo con respecto a las implicaciones teológicas del bambú de mi casa, que lo haga, pero la verdad es que yo, mientras no tenga que peinarme o podar, feliz.
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