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Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

28 abr 23 - de libros prohibidos


Los fines de semana que lográbamos convencer a mis papás de pasar la noche en La Ceiba, siempre nos quedábamos en la casa de mis tíos en la fabrica de hielo. Quedarme con mis otros tíos, en la casa de la gasolinera, no era opción, vamos, entre el cocodrilo en la pileta, perros rumiando por la casa junto con los pavo reales, el venado, los puercos, y Rocky el rottweiler salivando furioso atado a la entrada del patio, dormir en aquella casa nomás no parecía viable. Tampoco no era bien vista, por mis padres, la decoración de las recámaras de mis primos mayores, paredes tapizadas con pósters que hubieran sido un orgullo para el taller mecánico más atrevido.


Dormíamos en la casa de la fabrica de hielo a sabiendas de que a las cinco de la mañana mi tío encendería los compresores y los motores de la fábrica y que la casa cimbraría y de que por encima de todo aquel barullo mecánico se escucharían las voces de mi tío y de los trabajadores gritándose los buenos días, y la de mi tío organizando el sacar las enormes barras de hielo de sus recipientes metálicos para deslizarlas por la plancha de cemento hasta cargarlas en los camiones que esperaban al final de la plancha, para que una vez ya repletos, arrancar sus motores diesel de doce cilindros para salir a repartir el hielo a los pueblos aledaños. A pesar de eso, dormir en la casa nunca fue cuestionado y siempre era bienvenido.

Aparte, en la casa de la fabrica de hielo nos quedábamos Carolina y yo con nuestros primos consentidos, y aunque yo era el menor de los cuatro, tenían a bien el incluirme en sus juegos. Adoraba a mi primo Jimmy, cinco años mayor que yo, colgándome de él en cualquiera de las múltiples aventuras que inventaba y en las que me embarcaba durante el día, como escaparnos en su moto Islo verde (¿cascos?) hasta Tlaxcalatongo, trayecto en el cual mi única responsabilidad era —aferrado de la cintura de mi primo y con las patas al aire— intentar alejar a los perros callejeros que nos perseguían, sin caerme de la motocicleta.


Mi límite en cuanto a mis aventuras en la casa de la fabrica de hielo era el deslizarme desde la planta alta de la casa por el tubo de metal que mi tío había instalado y por donde todos (excepto yo) se echaban como bomberos. Mi miedo a las alturas, impregnado en mi ADN, me lo tenía prohibido.


Convencer a mis papás para pasar la noche en la casa de la fábrica de hielo era la meta cuando íbamos a La Ceiba.


Por eso no sé porque una vez terminé durmiendo en el cuarto de mi primo Alan, en la casa de la gasolinera.


Tendría diez, once años. Alan también era el menor en casa de mis primos, los de la gasolinera, y aunque es solo unos meses mayor que yo, el tener tres hermanos mayores le daba acceso inmediato a la madurez de adolescente. Fue en esa época cuando sus hermanos mayores adecuaron, en el cuarto que estaba al ladito del establo de cerdos, una discoteca con todo y luces estroboscópicas y bola de espejos. Me sabía influyente cuando se me permitió el acceso al antro sin tener que pagar la cuota de admisión.


Aquella casa en las faldas de la Sierra Poblana estaba ubicada en La Ceiba, pero en realidad pertenecía en Macondo.


Las instrucciones paternas para pernoctar en la casa de la gasolinera fue el evitar la recámara de mis primos mayores, esa cuyos muros eran un altar a la revista publicada por Hugh Hefner.


Solo la habitación de Alan se salvaba de aquella exuberante decoración, en ella, solo habían pósters de Miguel Marín y de distintos jugadores de su amado Cruz Azul.


Jugamos pin pon hasta altas horas de la noche, hasta cuando mi tío nos rugió de que ya nos fuéramos a dormir. Las noches en La Ceiba eran tratar de desacelerarse de un día sudado al máximo, luchando con todo el dejarse arrastrar fácil por el sueño. Habíamos pasado el día en el rancho de mi tío, cruzado el mentado puente colgante que me traumaba desde su mera mención (ver ADN arriba citado). Estaba cansado, pero acelerado, así que cuando Alan me preguntó que si quería algo para leer le dije que por supuesto, si tan solo para arrullarme. Hasta esa fecha, mi lectura había sido relegada a la de un nerdo total en pleno desarrollo, las únicas historietas que desviaban mi lectura seria eran las "Vidas Ejemplares", las revistas ilustradas que mis primos de la ciudad nos habían heredado, y que trataban acerca de las vidas de santos y ángeles, y por supuesto, de los mártires cristianos, esos que eran aventados al Coliseo para ser devorados por leones. Los dibujos eran gráficos, pero no tanto. La última imagen, en la página 32 de la revista, siempre era del desdichado rezando en la arena del Coliseo, un león salivando en segundo plano, dejando el inevitable destino del mártir a la imaginación del lector.


Las historietas que sacó Alan eran distintas. Mucho más gráficas, para empezar. Las mujeres voluptuosas dibujadas en las portadas no vestían ni como santas ni como monjas a menos de que la Iglesia hubiera cambiado su código de vestimenta por uno más ad hoc al trópico nacional sin dar aviso al Vaticano. Las historias no presumían de tener, lo que se conoce en el medio como ‘trama’, y las mujeres, cuando caían en algún problema, que era a cada vuelta de hoja, parecían siempre caer en manos de algún vaquero, mecánico o albañil, fornido, mirada de justiciero bien intencionado, y al ser rescatadas las damas ponían ojos de, “bueno, ya me rescataron, ahora no necesito tanta ropa” que de por sí no era mucha. Feministas, las revistas, no eran. No obstante la falta de coherencia en la historia, aquella noche devoré no sé cuantas de esas historietas. Quizá fue por trabajar en una oficina, quizá por mis enclenques brazos, pero nunca en mi vida tuve la oportunidad de rescatar así a una mujer, menos una con tanta facilidad para despojarse de su ropa de manera tan automática, pero lo que sí sé, es que me eduqué en esa noche, mucho más de lo aprendido en las clases de reproducción impartidas por las misses en el Junipero, aun a pesar de que para enseñarnos se apoyaban en el libro de Ciencias Naturales aprobado por la SEP.


De este aprendizaje me acordaba ahora, porque acá en la preparatoria acaban de prohibir un par de libros: Puddin’ de Julie Murphy, y All The Bright Places de Jennifer Niven. Según lo que entiendo -porque no los he leído- no son tan gráficos como las historietas que leí aquella noche, pero tratan de temas que no concuerdan con los códigos morales de ciertas familias de alcurnia de nuestra colonia. Ya no me incluyo porque Gusano está a semanas de hacer su escape a la universidad y todo esto le causa una flojera en extremo, pero ahora los padres de familia tienen que firmar su consentimiento, aprobando o no, cada libro que sus hijos leen para sus clases, sea la biografía de Lionel Messi o Alicia en el País de las Maravillas. Así como si de por si no estuviera por demás complicado el arrastrar a la juventu’ de regreso a las letras, arrancarlos de las garras de las pantallas, ahora se restringe su acceso a libros considerados más salaces.


Está de moda, tipo Alemania 1933, eso de prohibir libros. Resulta de que las mamás (no quiero sonar sexista, pero el grupo prohibicionista más ofendido en estos lares así se llama, “Mamás por la libertad”) van y se quejan ante las autoridades escolásticas de que como es posible de que tal o cual libro este disponible en la biblioteca de la escuela.


La lista de libros que ofenden crece día con día, y Texas presume el ser de los estados en los EUA más ofendidos. No sé, supongo que las “Mamás por la libertad” no entienden, bien a bien, lo que es el internet y lo que con dos clicks encuentran allí sus hijos en sus teléfonos, o en los de sus amigos. Igual supongo, sin ser ni filósofo ni poeta, que no saben que la palabra ‘libertad’ no rima con la palabra ‘prohibir’. O supongo, como bien subrayó Luis, que tampoco habrán leído ese libro bajo el cual se escudan y defienden la moral y las buenas costumbres, libro donde hay historias de venganza entre hermanos con su consecuente fratricidio, intentos de filicidios encausados por el personaje principal, incesto, hermanitas cachondas seduciendo a su papá, más incesto, genocidio provocado por exceso de lluvia enviada por berrinche del mero mero, padres borrachos, aun más incesto, embarazos en niñas de catorce años no cuestionados y esa misma madre, ya con su hijo ya mayorcito, promueve el que ese hijo, el héroe del libro, en una fiesta, empuje el consumo de alcohol en vez de agua, y todo esto, exponiéndolo a menores de edad, válgame usted el tamaño del libertinaje. Cabe agregar que éste libro en particular ha provocado guerras, matanzas y desmanes a través de los siglos. Si fueran congruentes, sería este libro el que las “Mamás por la libertad” deberían promover el prohibir, aunque igual, no estaría de acuerdo con ellas.


“Mamás por la libertad”, pero sin la tilde en la primera palabra, bien pudiera haber sido el título de alguna historieta que hubiera leído aquella noche, la que pasé leyendo y educándome en casa de mis primos, los de la casa en la gasolinera de La Ceiba.

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Chilango in Texas

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