El fin de semana pasado vinieron a comer unos amigos a la casa, y bueno, nos llevamos bien y todo, pero ella insistió en repetir algo que dice así como que, Dios no se equivoca, y porque bueno, luego soy lento o simplemente ya he caído demasiadas veces en este tipo de “invitaciones” a “debatir” “creencias”, que solo continue hincándole el diente a mi taco de salpicón con todo y salsa verde y tan tan.
En mi vida, lo único que he ganado en una rifa fue un conejo en la que yo creo fue la única kermesse a la que fui estando en el Colegio Junípero. Estaba o en segundo o tercero de primaria, y me había pasado el día entero entre corriendo en el patio de cemento esquivando a mis papás excepto para pedirles más dinero para los boletos, o colándome a ver los cortometrajes del Gordo y el Flaco que pasaban en la biblioteca, o yendo a burlarme de las parejitas de novios que se casaban formalizando así sus noviazgos mediante un acta firmada por la Miss Chacha, que a la mera hora resultó que fue una tomada de pelo, y que no necesitaron ni abogado ni juez, solo de un mal momento en algún recreo, para concluir lo que tan formal había unido la Miss Chacha.
No sé a quien se le ocurrió la brillante idea de rifar conejitos en la kermesse, seguro al menso que tenía a la coneja en casa, porque rifar pollitos es la norma permitida en las kermesses, nunca conejos. A la casa llegaron varios pollos de esos esponjosos y amarillos que sin pena ni gloria mi mamá ordenó, derechito a la azotea, y allí maduraron hasta que fueron pollos adolescentes, que son feos, pelones y flacos. Después de esa etapa de pollos pubertos ya no sé que les pasó: si es que se fueron con Florencia, la mujer que ayudaba en la casa a la limpieza; si pasaron a ser parte de un caldo; o si es que terminaron en la gran granja d el cielo. Los pollitos dejan de ser divertidos al momento en que dejan de serlo, es decir, cuando pierden las plumas amarillas y hay que subir a la azotea a alimentarlos, que es justo cuando se convierten en una monserga para el papá de la casa, quien resulta ser el único encargado de alimentar y cuidar a estas criaturas que nada tienen que hacer en los techos de las casas. Aparte, debo agregar que la azotea en casa de mis papás no estaba preparada para recibir seres vivos y nadie subía, excepto la mujer que planchaba los martes, y mi hermana mayor, Carolina, quien en el cuarto de servicio hacía sus experimentos de química con su estuche de Mi Alegría, regalo de mis papás cuando vivieron bajo la ilusión de que tendrían a la siguiente Marie Curie entre sus críos.
Claro, lo ideal sería que todos tuviéramos nuestra granjita y pudiéramos vivir de ella. Acá, parte del sueño nacional es que todos vivamos cuál Laura Ingalls Wilder en La Casa de la Pradera, arando, sembrando y cosechando, aunque en realidad no sé que haría el fuerte de la población sin los drive-thru’s, de esos que desde el coche en una primera ventanilla ordenas y pagas, y en la otra te entregan tu cubeta repleta de patas de pollo empanizadas del Kentucky.
Todo lo anterior sale a colación porque el sábado, antes de que llegaran los invitados, con lista de super en mano y con instrucciones expresas de no tardarme demasiado porque había que preparar el salpicón, cual Caperucita Roja yendo a visitar a su abuelita, me desvié y terminé en el Animal Defense League (ADL) donde adopté una gatita de tres meses que ahora forma parte del zoológico de esta, su casa.
Este centro de adopción se congratula de ser un “no-kill” es decir, tienen algún sitio a donde se llevan a los adultos no adoptados a pasar el resto de sus días, aunque creo que igual terminan en la misma mítica granja en el cielo.
La gatita, Rosita, es una mujer metiche, activa y muy social y, por lo menos en esta casa, ya nos enamoró a todos, incluyendo al menso de mi perro, Chorizo.
A lo que voy, y en respuesta tarde y tardía a mi amiga y a su insistencia, creo que el destino sí se equivocó en cuanto a la cantidad de pollos que regalan en las kermesses y que ni modo, hay veces que hay que tomar al toro por los cuernos sin esperar ayuda divina, y como le hacen en el ADL, operar a los animalitos para evitar la multiplicación de los felinos.
En aquella kermesse fue Carolina quien, entusiasmada y sudando, me rastreó cual sabueso urgido en medio del maremoto que era el patio del Junipero, avisándome que me habían llamado por el altavoz de la escuela anunciando que me había ganado algo y que pasara urgente a recogerlo. Ella me acompañó hasta la dirección, enterada que andaban rifando conejos, quizá más emocionada que yo de que se le cumpliera su recién descubierto sueño de tener un conejo. Para cuando iba en tercero de primaria, ya habían nacido mis tres hermanas menores, seguramente teníamos uno o dos perros, y uno que otro gato, así que era obvio que ni los sistemas anticonceptivos, y menos la paciencia, eran puntos fuertes en casa. Así que cuando pasé con quien entregaba los conejos y me preguntó, ¿oye niño, y tu mamá que dice de tener un conejo en la casa? tuve la respuesta rápida y correcta, aunque a la fecha, mi hermana no me ha perdonado el que haya yo optado por el premio de consolación, una bolsa de Sabritas.