Recién compraron su casa de campo en Hidalgo, mis papás contrataron a un par de ayudantes (marido y mujer) quienes vivieron en la casita a un costado de lo que era la casa principal. Ni uno de los dos tendría más de veinte años. Él era un hombre rudo, moreno, de esos cuyas respuestas llegan en bruscos arranques monosilábicos, casi enojados, como si Emiliano Zapata estuviera respondiendo preguntas con respecto a las canciones de Luis Miguel, y estuviera confundiendo tierra y libertad con playa y lluvia. Ella en cambio, era pecosa, con la piel mucho más pálida, pero igual de callada. Eran de algún pueblo perdido en la sierra Hidalguense, por lo que su educación, llamémosle formal, seguro se detuvo en primaria, obligándolos a ejercer labores físicas de por vida.
El trabajo en el jardín consistía en podar el pasto, cortar plantas, limpiar las ventanas y alimentar a los múltiples perros que se heredaron en la compra de la casa, sin que éstos vinieran incluidos en las escrituras. Ya luego mis papás compraron los terrenos aledaños, pero en aquel entonces, el área no era demasiado grande y tampoco había mucho que hacer. No creo que les hubiera llevado más de un par de horas de trabajo el cumplir con sus obligaciones semanales. Ella ayudaba en la limpieza de la casa cuando mis papás llegaban los jueves o viernes por la tarde, es decir, barría, trapeaba y quitaba telarañas. Como bien dice mi papá, “es campo” y no falta la araña “intelectualmente discapacitada” que decide hacer su telaraña dentro del tiro de la chiminea.
La pareja era muy retraída, apenas llegábamos, se escurrían dentro de su casa y casi no salían. Él solo lo hacía para recibir la raya.
No duraron mucho tiempo. Un buen fin de semana llegamos y ya se habían ido. La casita estaba vacía, las llaves colgadas, el refri vacío. Tampoco es que uno espere una tarjetita de Hallmark de agradecimiento, y bueno, así luego se dan las cosas. Él llegó el sábado en la mañana a cobrar lo de la semana y, al recibir el pago, se dio la media vuelta y sin mayores explicaciones, se fue.
Nunca supimos bien a bien el porqué se fueron, la única queja que alguna vez escuchamos fue que las cosas que pernoctaban en el jardín había que buscarlas en las mañanas porque a los gnomos les daba por esconderlas o de plano, llevárselas. Lo comentaron como quien menciona que no arrancó el coche, o que se les olvidó darle croquetas a los perros.
Mi conocimiento con respecto a los gnomos se reduce a las figuras de cerámica que se pusieron de moda hace años. Aun las veo en jardines de por acá de vez en cuando, esas figuras sonrientes clavadas en los jardines, con su gorrito rojo puntiagudo, su barriga chelera y sus barbas blancas. Así pues, hice una exhaustiva investigación con respecto a los gnomos, es decir, leí una página web de El Pais misma que explica que los gnomos tienen su origen en los Países Bajos, y que son seres simpáticos y sabios, y quienes, a pesar de que son bondadosos y amables, rehuyen el ser vistos por los seres humanos. Cuando sienten que están siendo acosados se convierten en hongos para pasar desapercibidos, cosa que hace a uno pensarle dos veces antes de entrarle a las quesadillas de hongo. Lo que no me queda claro es que si los gnomos son grandes conocedores de los secretos del subsuelo, y están “dotados de poderes inimaginables”, porque es que insisten en vivir en el “interior de grandes troncos de árboles huecos”. Solo este hecho hace a uno dudar sobre su verdadera capacidad intelectual, porque francamente yo en lo personal preferirá vivir en cualquier lugar antes de hacerlo dentro de un tronco húmedo.
Existe poca literatura en torno a los gnomos nacionales pero todo apunta a que les gusta robarse cosas olvidadas en los jardines. Nuestros gnomos no son como los europeos de las leyendas, “bondadosos y amables”. Supongo que algo sucedió en el trayecto cuando el primer gnomo llegó de Puerto de Palos, no sé, un encuentro con alguna rata o algo, que hizo que los gnomos nacionales tiendan a ser gordos (no panzones), desagradables, desaliñados, ladrones, con cara de sapo, repletos de mala leche y de peores mañas. Cada x tiempo, tenemos a uno de estos seres revelarse en contra de la norma de mantenerse escondidos y saltan a la luz, convirtiéndose, en, por dar un ejemplo, líderes sindicales de los maestros. Eso sí, nuestros gnomos sí que son más listillos, ellos no viven dentro de los troncos de los árboles, más bien viven en departamentos a todo lujo en Polanco, recopilan obras de arte, hacen uso indiscriminado del Botox y de la cirugía plástica, y se dan sus escapadas en sus jets privados para ir hacer su shoppin’. No me crean, pero creo que fue de las entrañas de la tierra donde nació el viejo dicho de que “aunque la gnoma se vista en Neiman-Marcus, gnoma se queda”.
Nuestra gnoma nacional mantiene esa capacidad milenaria que tienen los gnomos de convertirse en hongos, aunque en este caso la conversión es a huitlacoche, porque la canija se prensa de nuestra mazorca, chupando de ella hasta carcomerla. No soy partidario del huitlacoche, ni aunque me lo presenten dentro de crepas, y aunque reconozco que en México se considera un manjar, en otros países lo toman como plaga.
El problema es que mientras esta gnoma robe lo de nuestro jardín, o en su versión de huitlacoche, se chupe nuestro maíz, sin importarle ni ver por el bien de la educación, y menos de los niños, tendremos a gente como la pareja que trabajó en casa de mis papás, que crea ciegamente en la existencia de los gnomos y, que en vez de enfrentarse a sus creencias medievales, se les cuadren sin cuestionarlas.