El gol nos lo marcaron estado, su delantero, en clarísimo offside.
Parado a un costado de la cancha mi visión de la jugada era perfecta, no me cabía ni la más mínima duda del fuera de lugar.
Pero era la final, jugábamos en su terreno, faltaba un minuto para que acabara el partido, y yo sabía que discutir resultaría inútil.
Mejor batirnos hasta la conclusión, les grite a mis pupilos, de nada sirve argumentar, no con el tiempo encima, y puse mi dedo índice en mi muñeca haciendo hincapié de los segundos que se nos escurrían.
Mis jugadores permanecieron estoicos, ni una ceja levantaron para quejarse, permanecieron en la cancha dispuestos a partirse el alma hasta el último segundo. Sentí un orgullo casi paternal al ver a mis valientes guerreros.
Al final perdimos por ese gol en obvio fuera de lugar.
Mis gladiadores, firmes, con pundonor, ni una lágrima derramaron, ni un reclamo al árbitro. Ni uno solo volteó a reclamar mi silencio.
La cosa, por supuesto, es que jamás habría ganado ese argumento, después de todo, en el fútbol de mesa, la regla 11, la del fuera de lugar, no aplica.