El sábado cayeron mis sobrinas a pasar la tarde con nosotros. Como era de esperarse, entre el vino, el queso y las carnes frías, la conversación navegó hacía los nemátodos. Mi primera reacción, por supuesto, fue nemaquien? porque mis clases de biología en mi primer año de prepa se limitaron a admirar a nuestra exuberante maestra, Miss H, en vez de estudiar sobre el cautivante mundo de estos parásitos. Pero me convertí en experto: mi sobrina es profesora de biología en la preparatoria y nos brindó una cátedra, informándonos sobre el habitat, las distintas especies, el crecimiento logarítmico y de como se infiltran dentro del cuerpo humano en donde los nemátodos, y esto es bueno saberlo, pueden habitar años enteros.
Mi sobrina esta muy al día con el ciclo de vida de estos bichos porque en su salón de clases los están disecando. Comentó que hace un par de semanas recibió, por mensajería, nemátodos en bolsas de plástico, muertos y listos para cortar. En clases más avanzadas abren ranas y puerquitos, pero en la de ella, por ser un curso básico, disecan nemátodos. Las bolsas en donde vienen estos bichos, traen una advertencia de que, a pesar de estar muertos, estas lombrices blancas, gordas, dañinas y ciegas, no son para consumo humano, advertencia la cual uno pensaría saldría sobrando, pero dice mi sobrina que antes de soltarle los bichos a sus alumnos, se pasó días advirtiéndole a los chavos de quince años que las lombrices no eran para esconder en el sandwich del compañero. Que no sería chistoso. Aunque en realidad, si lo sería. Chistoso. Nomás digo, imaginen decirle al compañero «¿Adivina que acabas de morder?»
Hay varias especies de estos parásitos, y de hecho, una vez incrustados en el cuerpo huésped, compiten entre ellas, librando feroces batallas jerárquicas, pero eso si (esto es verdad) llevan una vida sexual muy sana y productiva. Asumo que cuando por el intestino pasa un nemátodo del sexo opuesto, el que está incrustado guiña y enreda al navegante con alguna historia de amor. Lo que a la ciencia le queda por descubrir es saber con que guiñan los nemátodos, ya que no tienen ojos, por lo que suponen usan su abertura bucal o su poro excretor. A saber.
Como buenos parásitos, los nemátodos no hacen mucho más que ser parásitos. Viven de chupar, morder, y estar enganchados, sacándole todo lo útil al huésped durante el mayor tiempo posible, sabiendo que de haber purga, se sueltan y buscan otro cuerpo.
Empieza con un taco al pastor mal cocinado, la carne infestada con un lecho de huevos que en su transitar, reconocen el intestino del huésped como su habitat natural. Solo basta que uno fecunde para que nazca la pequeña larva, y que ésta se pesque de la pared del intestino, para que el nemátodo crezca. Y vaya que se inflan: una hembra de una especie llamada Placentonema gigantísima o ElbaEsteresNefastimum puede alcanzar los ocho metros de largo de toda una vida con el diente hincado.
Pero no todos son de ocho metros. La mayoría viven existencias más resguardadas, disfrutando la vida, chupando de su huésped sin hacer demasiada alharaca. Hay una especie de estos parásitos, por ejemplo, que le encanta salir a jugar golf, sobretodo si es un lunes o martes o cualquier otro día laboral que este soleado, sabiendo que a media mañana le llegará su primera cubita. Para el hoyo 19, es el relax total con tacos, totopos, guacamole, salsita verde.
Así pasan los días y los años, y el nemátodo se acomoda y se infla: todo lo que fluye por el intestino le paga su cuota. Una vez instalado, quienes quieren que sus proyectos vean la luz del día, lo invitan a velear, fines de semana en Las Vegas, esquiar en Vail. Chance hasta le presenten una nemátoda guapetona. El parasito se hace de un mejor coche, porque un nemátodo de cierta jerarquía es alérgico a los Tsurus. Consigue un auto con asientos de pellejo, dos puertas, alemán. Igual se aburre de su vieja nemátoda que le anda con que tiene que ir al súper con sus pequeñas larvas, y mejor se busca una nemátoda más voluptuosa, una que agradezca un brazalete o un collar que le quepa como anillo al dedo.
Ya para mediados del sexenio (chin… que buey soy, ya eche a perder la analogía) cuando vislumbra el final de sus días pero prefiere no darse cuenta, el nemátodo hinca sus dientes donde puede, porque sabe que todo es transitorio y un medicamento antiparasitario en forma de un pitazo y todo la vida se va al caño. Por eso se infla más y engulle cual si fuera año de Hidalgo: del intestino grueso invade al delgado, y de allí al colón, donde haya más hueso que roer. Ya no es una larva a la que todos bulean por ser el gordito, el feo o el chaparro: ahora es un señor nemátodo al que si no respetan y le dan su tajada, no hay transito libre.
A este parásito ya no lo invitan: este nemátodo ya tiene yate, casa en Texas, departamento en Miami.
Al quinto año le pega un poco la depre: el huésped empieza a resentir su presencia y acude al médico que porque algo no anda bien.
Pero no pasa nada porque este nemátodo vive en lo obscuro. Aparte de sus cuates, los del yate que igual viven del bolo alimenticio, nadie lo conoce, nadie se fija en él. A nadie le importa el intestino grueso, se concentran en el huésped, no en sus tripas. A este parásito nada lo extirpa excepto una buena purga. Pero en México, antojos callejeros mata limpias estomacales.
Si hay que cambiar de huésped, el nemátodo lo hace. Se acopla. Si no él, serán sus larvas.
Inclusive si el nuevo huésped insiste que él es vegano, que él no es corrupto, los nemátodos allí van a estar. Igual crecen entre la lechuga. Eliminarlos es complicado.
Sobretodo porque yasabenquien también fue parásito.
Sigue siendo.