Nunca entendía cuando mi papá le decía a sus amigos, «sólo quiero que sean mejor que uno», refiriéndose a nosotros, sus hijos. De niño, nunca comprendí bien esa expresión que tanto usaba sin saber él que nosotros lo escuchábamos. A mi entender de niño, era como si nos estuviera forzando a estudiar más, a trabajar más, a ir a lugares donde el jamás llegaría a ir. Sentía como que con esa oración él mismo se limitaba, cortaba sus propias aspiraciones para agrandar nuestro palmo de terreno.
«Mejor que uno». Él no lo sabía, por supuesto, pero yo me quedaba noches tratando de dilucidar el significado de esas palabras.
Aun le doy vueltas: ¿Cómo es que alguien puede ser mejor que alguien más? ¿Bajo qué vara se mide el valor de una vida? ¿Quién juzga? ¿Cuáles son los parámetros? ¿Las obras de caridad se contabilizan? Si sí, ¿es lo mismo el donar sangre, que enviar latas de comida a personas necesitadas, que el digamos, adoptar a un huérfano? ¿Ser doctor y salvar vidas cuenta igual que el ser abogado y salvar a una víctima de un atropello o ser un deportista o actor y entretener a millones de gentes con lo que haces?
«Mejor que uno». A mi medio siglo de vida y me cae el veinte de que es una derrama de amor, de un papá a un hijo.
Lo que también entiendo es que mi vida ha sido una de privilegios que no todos gozan: tengo una familia a quienes adoro, el mejor oficio del planeta, y en términos económicos nunca me he podido quejar: cuando mi hijo menor necesitó una intervención quirúrgica mayor, tuvimos los medios para llevarlo al mejor hospital del mundo. Hemos recorrido el globo, mis hijos reciben la mejor educación posible, y donde vivo, sin falta recogen la basura de reciclados los miércoles.
Aun así, por alguna extraña razón, quiero que mis hijos sean mejor que yo. Mejor que uno.
Esta vida, de felicidades, de posibilidades, de oportunidades, es la que al final de cuentas uno pensaría que todos queremos para nuestros hijos.
Queremos que ellos tengan las mismas posibilidades, las mismas oportunidades que cualquier niño en el mundo. Por nada queremos ver sus oportunidades truncadas, sus sueños arrancados.
En este entorno de privilegio en el que habito, conozco de papás quienes hacen lo imposible para que la vida de sus hijos sea “mejor”: manejan la tarde entera para llevar a sus hijos a clases de futbol, de tenis; otros que no salen ni a la esquina como pareja porque hay que llevar al hijo a tomar clases extras de matemáticas; otra que, sin medios, se desveló y luchó sola contra el mundo, hasta ver a su hijo convertido en médico. Todos conocemos estas historias, las hemos visto.
Lo que me queda claro es que, como papás, hacemos lo imposible por darles esa oportunidad, el que los hijos sean “mejor que uno”, cada quien haciéndolo a su manera de entender la vida, sin importar lo que digan de nuestros esfuerzos.
Es en este orden de ideas con la que intento entender la razón por la cual Trump le quitó la protección a los Dreamers y concluyo de que aun a pesar de tener hijos, un hombre que arrebata oportunidades y quita sueños, jamás ha sido papá.
Un hombre así, no entiende lo que es imaginar la necesidad de que la vida de su hijo sea mejor que la suya, después de todo, la de él ha sido “la mejor vida”.
A un hombre así jamás le cabrán los zapatos rotos del migrante que no quiere más que darle una mejor vida a su hijo, al que no le quedó de otra mas que dejar todo lo que el conocía detrás, lanzarse al vacío, cruzar el río, el desierto, entregarle su vida a extraños, trabajar de sol a sol en oficios que le parecerán de otro mundo -podar plantas cuando en tu pueblo lo único que se multiplicaban eran las cruces en el cementerio- llegar a lugares en donde nadie habla el único idioma que pensabas existía, donde te rehuyen por el color de tu piel, la textura de tu cabello, la forma de tus ojos, tu manera de vestir, el Dios en el que crees, los tacos que comes.
Sí, Trump le hereda a sus hijos lo mismo que el heredó de su progenitor: la necesidad de arremolinarse alrededor de quien mamas billetes. Les quita el tapete a los Dreamers por la envidia, los celos que tiene de todos aquellos que maman amor de sus padres, el mismo amor que alimenta una familia que el no tiene, que nunca tuvo y que, como Scrooge, nunca tendrá, a menos de que lo visiten esta noche los fantasmas de los migrantes con los que se conforma este país cuyo espíritu fundador fue de siempre acoger: el fantasma de los pobladores originales, los que llegaron de a pie y primero habitaron estas tierras, con tribus cuyos nombres ahora nos parecen imposibles, Apaches, Comanches y Navajo; los actuales, los que llegaron en barcos, los que llegaron infestados de pulgas y de enfermedades y quienes sin saber que era lo que firmaban, plasmaron sus nombres y los de sus hijos en los libros de entrada bajo la sombra de la Estatua de la Libertad; y los futuros, los que trajimos a nuestros hijos pensando que acá había mejores oportunidades, y más importante, para ellos, para nuestros hijos, los que llegaron dormidos entre sarapes y mantas, escondidos, protegidos y cargados, siempre cargados porque sus piernitas ya no daban un paso más.
Arrebatar sueños no es digno de un papá. Nunca lo fue, nunca lo será.