Revelo mi edad cuando digo que en mis tiempos las tormentas tropicales se conocían como “nortes” y los huracanes se bautizaban exclusivamente con nombres de mujeres. Ahora los nombres de los huracanes no discriminan por género, aunque después de Harvey, creo que deberían de revertir esta usanza, recordando las palabras del escritor inglés William Congreve: “el infierno no conoce furia como la de una mujer despreciada”.
Vivía yo todavía el DF cuando nos avisaron que los Chilangos moriríamos de manera espeluznante del H1N1. Así que antes de morir, nos lanzamos a la farmacia para abastecernos de Tamiflu, tapabocas y botellitas de agua para, cuando menos, morir hidratados. Inclusive hasta el presidente Calderón nos demostró, en cadena nacional, como había que cubrirnos la boca al estornudar. Puedo decir, con cierto orgullo, que sigo estornudando directo al antebrazo, a pesar de ya haber amolado cualquier cantidad de camisas con mangas humedecidas.
Total, que el H1N1 fue y vino por la ahora CdMx sin que, de gente que yo conociera, solo se confirmara mas que la muerte de un amigo de un conocido (quien justo resultó ser el vecino del primo del tío). Los rumores circulaban de que este desafortunado hombre había muerto en el Hospital Inglés (siempre era “en el Inglés”) era un señor como de mi edad (siempre era un señor como “de mi edad”) y por supuesto era «gente bien» (el muerto siempre era «gente bien» como para presumirle la «gente NO bien» “miren, no nada mas somos «gente bien» sino que también podemos contagiarnos antes y de manera mas contundente con este virus primer mundista ”). Apanicados, nosotros, la «gente bien», agarramos nuestras chunches incluyendo al perro -por si hacía falta, total, dicen que “sabe a pollo”- y a la sirvienta -porque al final del día hay que morir con ropa limpia y planchada- y nos fuimos a casa de quien fuera en Cuerna, Valle, Houston -o sea amiga, el shopin’ de último último momento, ¿me entiendes? ¿Güey?- o los mas «gente bien» entre nosotros nos comunicaron que si de morir habemos, mejor en Playita donde por lo menos comes buen marisco.
Al despacho donde trabajaba fuimos con tapabocas durante semanas enteras. Mi hermana, quien para ese entonces ya vivía en San Antonio, nos envió un paquete de tapabocas certificados por la asociación norteamericana certificadora de tapabocas, porque vaya, por acá todo es cuestión de asociaciones certificadoras (y de un buen acrónimo). El problema fue que los tapabocas no nomás eran incómodos, sino que también se calentaban como si trajeras tu propio microondas bucal. Si no se reprodujo el virus del H1N1 fue gracias a que el bicho no aguantó el calor que se generaba bajo los tapabocas.
Aquellos días de pánico del H1N1, salir a caminar por las calles vacías del DF se convirtió en una delicia. Cuando salíamos a pasear al perro, no era poca la gente quien desde detrás de sus ventanas nos observaba aterrorizada. Casi podíamos escuchar sus palabras desde detrás de las puertas: «es que a ese imbécil se le ocurre dar un paso mas a la casa, y te juro Benito, que salgo con el pica hielos a darle» sin percatarse de que desde que tenían el refri que hace sus propios cubitos de hielo, ya no tenían pica hielos en la casa.
Y es que nos visualizamos en ese paraíso de zombies apocalípticos tan vaticinado por Hollywood. Por supuesto, en nuestra propia película, nosotros sobrevivíamos sanos y salvos sin convertirnos en caníbales descerebrados recorriendo las calles en búsqueda de carne humana ni con cachos de piel desgajándosenos. En nuestra propia película nosotros éramos Brad Pitt, los que encontrábamos la cura, los que antes de que rodaran los créditos finales nos reencontrábamos con la esposa, los hijos, derritiéndonos en un abrazo que hacía llorar hasta al mas curtido. Y que durante ese abrazo, juntos lloraríamos al ver a la suegra paseándose cual depredador afuera, babeando en la calle, y tu consolando a tu esposa, «y tu mamá siempre tan linda», hasta que alguno de los niños, entre mocos y sollozos clamaba, «pero Pa, mira, si Abu no esta mal, no esta contagiada. Abu esta bien!», y tu, entre mocos y sollozos, tenías que taparle la boca al chamaco y contestarle «ahora no es el momento de hacernos ilusiones, Junior» y regresabas al abrazo antes de cualquier cosa.
Pero el pánico del H1N1 en el DF no me trajo escenas tan conmovedoras -como la de una suegra zombie- y la cruda realidad regresó de a trancazo cuando la «gente bien» regresó bronceada a la ciudad y la suegra tocó el timbre de la casa sin que la piel se le estuviera desgajando.
El problema es que aquí, Harvey, ha sido distinto. Sí, en San Antonio corrimos con suerte: nos llovió un día, y el viento que sigue soplando solo ha tirado ramas por todas partes. Gracias a las alertas de la semana pasada, la gente corrió al super a comprar cuanta agua embotellada había y cuanta lámpara encontró. Las fotos de los anaqueles que recibimos de la amiga que nos aseguró que ella no tenía miedo de que se fueran a desabastecer los superes pero que igual fue a conseguir botellas de agua y una lámpara “por si las moscas”, eran imágenes de supermercado de Bucarest circa 1957.
Pero la cosa no esta graciosa en Houston. A pesar de que la gente de Xochimilco ya ofreció enviar chinampas, lo que ahora se necesita mas son refugios y ayuda en términos de agua embotellada, lámparas y comida enlatada. Todas aquellas aguas embotelladas que acá ya no nos sirven excepto para atiborrar nuestra alacena, tienen que encontrar camino hacía nuestra ciudad hermana.