Desde que tuve uso de razón, intuí que el amor a primera vista era cosa de películas: Leo y Kate, Ingrid y Humphrey. Nombres que nada tenían que ver conmigo.
Hasta que, como bien dice el cuento, me sucedió a mi.
No me lo esperaba, imaginé que sería otro verano, uno mas, igual a los otros treinta y pico de mi existencia: playa, libros, desveladas, sol, jaquecas y quizá algún ligue veraniego, quizá no. Me prometí que el éxito de mis vacaciones no sé vería disminuido si me enganchaba con alguien o si anduviera yo sola. Vamos, me daba lo mismo.
Hasta que lo vi por supuesto. Primero me dio lástima, andaba solitario, «Quijote sin Dulcinea» pensé. Poco a poco me acerqué, quizá me atrajo su colorido que era tan distinto, quizá porque esa figura tan solitaria me pareció conocida. No, miento, no conocida, me hizo sentir como si regresara yo a casa, a mi niñez, a cuando veraneaba con mis papás, jugando en la arena, segura de que me cuidaban, de que nada malo ocurriría.
Me aproximé lo mas que pude, hasta que aspire su aroma sin que se diera cuenta. Por ahí leí que el amor entra por el sentido olfativo y en esta caso fue cierto. Hubo una química urgente entre los dos, algo que explotó dentro de mi sin siquiera haberlo tocado. Me dije «tiene que ser mío. Ahora. No, no ahora, ahorita mujer, ahoritita». Nunca había tenido esa sensación tan húmeda de deseo. A pesar del sudor que me perlaba de pe a pa, nunca había estado tan convencida de algo, nunca tan cierta de que esto era en efecto lo que bautizaban como amor a primera vista.
Aun así, en ese momento de certidumbre total, también supe que lo nuestro no duraría mas allá de este verano. Yo engordaría, perdería mi figura en la que llevaba meses trabajando y que nuestros cuerpos ya no se acoplarían, que la química se desgastaría, que después de que yo lo usara a mi antojo -y el a mi- lo arrumbaría y perdería mi interés en el. Ni siquiera me duraría para el siguiente verano: los gustos cambian, las modas pasan.
Pero mi decisión ya estaba tomada. Sin voltear a verlo, lo tomé, decidida. Inclusive el tocarlo fue un deleite inesperado: era como palpar un sueño.
La saliva se aglutinaba en mi boca, por eso cuando la vendedora me preguntó «¿Se lo va a probar?» solo le respondí meneando la cabeza. Mi bikini y yo no necesitábamos probarnos para saber lo que existía entre nosotros.