—Estas loca.
Abuela lo decía de tal manera que sonaba como un veredicto final. Inapelable.
Juana tenía nueve años la primera vez que se lo dijo. Que ella supiera, no había hecho nada fuera de lo común. Estaba en el jardín leyendo, mientras sus hermanas jugaban a la casita con los primos.
Pero Abuela la sentenció con esa voz ronca que tenía.
—Estas loca.
Después de esa primera vez, se lo repetía a voz en cuello tantas veces podía. Lo que no podía saber Juana, era que su rostro, sus ademanes, hasta su voz, le recordaban a Abuela a su propia madre.
Así, en medio de comidas familiares, o en la rara ocasión en que estaban solas, de la nada volteaba con ella y se lo repetía.
—Estas loca.
Juana nunca creyó en la sentencia. Por mucho tiempo pensó que era a su abuela a quien le faltaba ese tornillo. Pero fue la voz de búho de Abuela, y la constante repetición de esas dos palabras, fue lo que hizo que poco a poco los de la familia empezaran a secundar a Abuela.
—Estas loca.
Primero fue su primo Tato quien se lo dijo solo por molestarla. Luego fue su tía Yoya, quien estaba harta de que el tío Jorge no llegará a casa en las noches y Juana se cruzó en su camino. Se lo gritó con furia enfrente de todos. “Quítate de mi camino, niña loca”. Después fueron sus hermanas, cuando terminaban peleadas y querían darle el arañazo final.
La ocasión que mas dolió por supuesto, fue cuando se lo dijo Felipe la primera vez que pelearon en su matrimonio.
—Estas loca— le gritó, —odio admitirlo, pero mi propia mujer esta loca de atar.
A pesar de eso, ella sabía que no estaba loca. Después de todo, ya era Doctora e inclusive cuando escuchaba a sus pacientes recostados en el diván de su consultorio, se hacía sus pequeñas pruebas con las que comprobaba su propia sanidad.
Pero en la familia nunca cedieron, y entre mas vieja estaba Abuela mas parecían creerle y mas excluían a Juana.
—Callen, que ahí viene la loca —decían.
—Encierren a Juana la loca.
Inclusive Felipe llevaba años que no la tocaba.
—¿Quien quiere estar con una loca?— le gritaba antes de irse a perder en brazos de cualquier otra. Era en esas noches cuando ella se echaba a llorar inconsolable, dándose rienda suelta para actuar como loca encerrándose en su cuarto, abrazando sus almohadas y sus cobijas. Le parecía que sus lágrimas salían estampadas con la sentencia de Abuela, las dos palabras que la habían perseguido toda la vida.
La enfermedad la trajo su primo Tato de uno de sus tantas expediciones al Africa. Abuela le echó la culpa a ella.
—La maldición se la debemos todo a la loca— dijo.
Todos en la familia coincidieron con Abuela.
—Si Juana, tu y tus locuras nos maldijeron.
Uno por uno todos contrajeron la enfermedad. Las ronchas en todo el cuerpo, la fiebre incontrolable, el entumecimiento de las extremidades, la piel negra, el vomito y la inevitable muerte. Antes de que descubrieran la cura, Tato fue el primero en sucumbir, luego la tía Yoya, hasta que la muerte terminó por llevarse a Felipe y a sus hermanas.
—¿Así que solamente quedamos tu y yo, eh, loca?
En efecto, solo quedaba Juana para escuchar las palabras de Abuela. Aun así le contestaba.
—Si Abue, solo tu y yo.
Pudo haber sido tan fácil el agregar dos gotas del bromuro de metilo al medicamento de Abuela cuando brotaron las primeras ronchas en sus mejillas. Juana sabía que el proceso final se hubiera acelerado. Nadie hubiera dudado de las buenas intenciones de la Doctora tratando de salvar a su abuela. Pero recordaba las palabras del Juramento Hipocrático enmarcadas en un cuadro que adornaba las paredes de su consultorio.
Abuela veía las manos temblorosas de su nieta mientras preparaba la inyección. Observaba la duda en los ojos de Juana.
—Anda Juana confirma lo verdaderamente loca que estás. Admite que siempre lo has querido hacer. Termina con esto de una vez por todas. Anda Juana.
A la mañana siguiente, Abuela notó que las ronchas habían desaparecido de su rostro. Se llevó la mano a la frente. “No tengo fiebre” pensó “ni tengo entumido mis brazos, ni mi piel se ha puesto negra”.
Cuando entró Juana a revisarla, Abuela no ocultó su desprecio.
—Estas loca —le dijo.
Pero Juana sabía que no era cierto. Y sonrió.